Durante más de una década, desde que se uniera al
movimiento independentista de la primera república venezolana (1810)
hasta la batalla de Ayacucho (1824) que pusiera fin en América del Sur
al poder español, Simón Bolívar combatió activamente —ya con la espada,
ya con la pluma— al régimen colonial encarnado durante ese tiempo en la
persona del rey Fernando VII, a quien se tiene como uno de los más
torpes y despóticos de los monarcas de la historia contemporánea.
Si difícil y accidentada fue la vida del hombre a quien media docena
de naciones reconocen como Libertador, no lo fue menos la de su
principal adversario, el soberano que desde muy joven sufrió exilio y
prisión en la Francia napoleónica y a quien, en dos ocasiones, le
impusieron una constitución liberal que su corazón absolutista
rechazaba. Sería, además, durante su reinado que España habría de perder
su vasto imperio colonial en América, con excepción de Cuba y Puerto
Rico.
Aunque esa sangrienta contienda por la independencia contó con muchos
próceres, desde México hasta la Argentina, ninguno representó más la
oposición al rey, con más empeño, constancia y denuedo, que Bolívar. Y a
luchar contra Bolívar el rey Fernando envió a América del Sur sus
mejores generales y soldados. No sería exagerado decir que, en su
momento de mayor encono, esa contienda podría verse como un duelo
gigantesco entre los dos hombres, tal vez una continuidad del que en una
ocasión, de adolescentes, los enfrentara en un campo de juego.
El joven Simón Bolívar. (Anónimo/Fundación John Boulton, Caracas/Wikimedia Commons)
No había cumplido aún los 16 años el joven Simón cuando, de visita en
Madrid, acompaña a su tío materno Esteban Palacio —quien tenía un puesto
administrativo de importancia y grandes relaciones en la corte— al
Palacio de Aranjuez, donde en esos días (junio de 1799) veraneaba la
familia real. En algún momento, el chico venezolano fue invitado a jugar
volante con Fernando, entonces príncipe de Asturias, que sólo tenía 14
años.
Desde el siglo XVII, el juego de volante, o Jeu de Volant, había sido
un pasatiempo de la clase alta en muchos países europeos, aunque su
origen, con las variantes propias de época y lugar, se remontaba a la
antigüedad clásica. Por el tiempo en que Bolívar jugó con el heredero
del trono de España, era usual un partido entre dos personas que le
pegaban hacia atrás y hacia adelante a una pelota de caucho emplumada
(antecesora de la pelota de bádminton) con un bate (no con una raqueta)
tantas veces como pudieran sin que la pelota llegara a tocar el suelo.
Era un deporte sencillo, pero agotador, que —de la misma manera que
ocurre hoy con el tenis— exigía gran destreza y resistencia de quienes
lo practicaban.
Fernando VII de España. (Vicente López/Wikimedia Commons)
Al parecer el joven Bolívar no le dio sosiego a su rival que, por el
contrario, esperaba que lo dejaran ganar el partido, a lo que quizás lo
tuviesen acostumbrados sus otros contrincantes deportivos que lo
adulaban. De repente, un pelotazo de Simón le arrancó el sombrero al
príncipe, que respondió con una auténtica rabieta y la exigencia de que
su rival se disculpara, a lo que éste se negó por no creer que hubiese
hecho nada que contraviniese las reglas del juego. Intervino entonces la
reina, María Luisa de Parma, que le negó la razón a su hijo, a quien le
advirtió que, en lo adelante, se ajustara mejor el sombrero. La pequeña
crisis quedó zanjada sin que mediaran disculpas de parte del muchacho
criollo.
¿Asociaría Fernando VII al principal caudillo de las guerras de la
independencia sudamericana con el mismo individuo que lo humilló de un
pelotazo delante de la corte? ¿Se acordaría de la escena pueril y de la
afrenta que él tomó tan a pecho y que seguramente jamás perdonaría a la
hora de enviar generales y ejércitos a luchar en América? ¿Sería esta
larga guerra, en la que España perdería sus mejores colonias, una
prolongación de aquel partido de volante por otros medios? Nunca
llegaremos a saberlo.
Pero para Bolívar el incidente habría de ser, sin duda, un augurio y
una reafirmación de su destino. Cuentan testigos que el Libertador
recordaba vívidamente lo ocurrido aquel día en el Palacio de Aranjuez y
sentenciaba con satisfacción:
—"¿Quién podría haberle profetizado a Fernando VII que era ésta una
señal de que algún día yo iba a arrancarle la joya más valiosa de su
corona?".
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